II Premio del Concurso de Relatos 2025: ‘La caligrafía del cuerpo’
A los diecisiete, Vera aprendió que el cuerpo también escribe poemas, pero a veces con una caligrafía que duele.
Todo comenzó con un leve titubeo en la mano derecha, apenas un temblor que su madre atribuyó a “nervios de adolescente” y su padre al exceso de cafeína. Vera no dijo nada. Era buena observando y había aprendido que el dolor, si se nombra, se agranda.
El temblor persistió, como una nota sostenida en una melodía que ya no era suya. Le temblaban los dedos al sujetar un bolígrafo, al peinarse, al pasar las páginas de los libros que tanto amaba. Hasta que un día, en clase de biología, dejó caer una probeta y fue el inicio de todo.
La llevaron a médicos. Vino la resonancia, la prueba de la marcha, la mirada grave del neurólogo. Y luego, la palabra que no parecía pertenecer a su edad: Párkinson.
El mundo se ralentizó. No por la enfermedad, sino por el peso súbito de lo irreversible. Vera lo sintió en la médula, en la raíz del orgullo, en el espejo que ya no le devolvía exactamente el mismo rostro.
Pero no lloró, Solo escribió.
Llenó cuadernos con una letra temblorosa que parecía susurrar verdades que otros no veían. Describía la vida como una cuerda tensa entre el miedo y la ternura. Su cuerpo — ese traidor precoz— se convertía en brújula y frontera, pero también en origen.
Una tarde, su profesora de literatura encontró un poema suyo olvidado en el pupitre. Lo leyó en voz alta ante toda la clase sin saber a quién pertenecía. Vera no lo reclamó. Sintió, por primera vez en semanas, que ya no necesitaba firmar lo que escribía: su cuerpo lo hacía por ella.
A los dieciocho seguía temblando. Pero también escribía más claro. Y miraba distinto.
Ya no pensaba en la cura como redención, sino en la escritura como resistencia. Porque en un mundo que exige firmeza, Vera eligió escribir desde el temblor.
Y no para que la entendieran.
Sino para no olvidarse de sí misma.
Silvia Asensio García